Dichas que se pierden…
Son desdichas más grandes. Nos lo dijo Calderón y me siento en la obligación de reflexionar sobre ello. Estamos, lógicamente, centrados, en la lucha contra la pandemia. El coronavirus está llevándose por delante las vidas de demasiadas personas y eso no se puede obviar. Sin embargo, no está de más tomar aire por un momento, pararnos, y proyectar nuestras reflexiones al futuro, que es el que podemos cambiar, el pasado ya no mueve nada, no nos enquistemos en reproches. Es por eso que voy a poner la mirada en septiembre de 2021.
Es este texto, soy consciente, una proyección que puede no cumplirse. Pero considero que si de algo adolecemos en este momento es de una actitud serena, de reflexión instrospectiva sobre lo que nos vamos a encontrar cuando todo esto pase. Por que, por mucho miedo que nos produzca, por muchas vidas que se lleve por delante, si de algo podemos estar seguros es de que la pandemia pasará, como ya lo hicieron otras mucho más graves.
Supondremos, por tanto, que las vacunas empezarán a llegar a todos nosotros en torno a la primavera que viene, que generaremos una respuesta inmune como sociedad, que se unirán tratamientos cada vez mas eficaces, y que todo ello nos servirá para empezar a recuperar la normalidad. Se irán relajando las medidas, se acelerará con vistas a un verano que pueda ser lo más productivo posible y llegaremos a un comienzo de curso en septiembre en el que ya podremos decir que el virus ha quedado atrás.
¿Y entonces qué? De momento tendremos una economía arrasada, eso está claro. Pero las consecuencias irán mucho más allá. Y no todas serán malas, aunque parezca mentira. Esta conmoción nos ha servido para obligarnos a entender que se pueden hacer las cosas de otra manera. Que era mentira cuando nos decían, por ejemplo, que había que ir, sí o sí, a la oficina. Y ha hecho falta una hecatombe mundial para que todos demostráramos nuestras capacidades para trabajar a distancia. El futuro será mixto, seguramente, pero ya hemos dejado claro que siempre hay otra manera de hacer las cosas.
Hemos comprobado también que cuando nos ponemos, todos a una y de forma concienciada, somos capaces hasta de parar una pandemia mundial. Podemos ser disciplinados y aguantar meses en nuestras casas, somos resilientes, somos luchadores y supervivientes. Si antes de la pandemia le dices a un español cualquiera que iríamos todos en los transportes públicos con nuestra mascarilla, cual disciplinados ciudadanos chinos, te hubiera dicho, aquí, imposible, eso no pasará…, y pasa, vaya si pasa, doy fe como usuario de Renfe y EMT.
Es cierto que el multilateralismo no parece que tenga muchos visos de recuperarse, pero no lo ha matado la pandemia, venía herido de muerte de la pésima gestión que se hizo con la globalización a partir de los ochenta. Con la ronda de Uruguay, luego con la de Doha, con la promesa frustrada de beneficio para todos que se transformó, como es habitual, en unos pocos cada vez más ricos a costa de otros muchos, cada vez más pobres. Quizá veamos un nuevo orden mundial, el statu quo está cambiando, no sé qué dirá de nuestra época el Mommsen del futuro, pero está claro que vivimos un momento de esos que cambian la Historia.
En cualquier caso me quedo con lo que, para mí, está siendo la consecuencia política más gozosa de la pandemia. En un mundo sumido en la pandemia, los líderes que peor lo están haciendo, los que despreciaron el virus y sus efectos, están padeciendo, unos políticamente, otros llegaron casi a pagarlo con su vida, en sus propias carnes los efectos de tener a un populista demagogo al frente de un país. No tengo mucha fe en la memoria de los electores pero espero que una circunstancia tan traumática como la pandemia tenga efecto de vacuna y al menos evite a futuro más donalds, más boris y más jaires.